Soy muy mala haciendo turismo. Me flipa viajar, pero no me gusta ir cuál guiri con calcetines blancos con sandalias, la cámara en el cuello y el mapa abierto a todas horas. Soy más de las que se ponen monas (pero cómodas) y deciden perderse por la ciudad. Y es que andando una se topa con auténticas joyas. Así que mi primera vez que estuve en Los Ángeles decidí ir por Downtown: la gente me decía que tenía que tener cuidado porque es peligroso, por eso me llevé el spray de pimienta (por si las moscas) y paseé mientras había luz natural. Y en una de estas ¡zas! me encuentro un edificio antiguo pero molón. Algo me decía que debía entrar y echar una ojeada, por eso al traspasar las puertas casi me quedo sin aliento...
Una joya arquitectónica se cernía sobre mí. ¿Qué narices es esto? No tenía ni idea de dónde estaba, qué era ese lugar ni porqué lo habían construido, pero estaba más que anonadada. Situado en la W 3rd St. con Broadway, este edificio se creó en 1893 y desde entonces es una de las señas de identidad de la ciudad.
Lo primero en que uno se fija al entrar es la luz natural que hay en el interior, y todo gracias a una gran claraboya en el techo. Uno se fija en los ascensores exteriores, en la cantidad de madera de sus escaleras y sus barandillas enzarzadas con filigranas de hierro. Una auténtica obra de arte. ¿Sois cinéfilos? Entonces este lugar es parada obligatoria, pues en su hall se han rodado muchas películas pero la más importante viene de la mano de Ridley Scott y su clásico Blade Runner (1982).
Siéntete como Harrison Ford al entrar en este mágico lugar...
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